Si durante el siglo XX hicieron propia la defensa del libre mercado en consonancia con la tradición patria, en el siglo XXI, señala Russell Ronald Reno, “la adopción de la desregulación cultural por parte de la centroderecha” es casi absoluta.
En política casi nada es para siempre. Cambian los sistemas, cambian los líderes, cambian las preferencias de los votantes. Pensar lo contrario lleva al error, propio de la vorágine electoral, de asumir la victoria como un sinónimo de una adhesión irrestricta al corpus de ideas que representa el candidato ganador.
También es cierto, sin embargo, que existen cuestiones permanentes. Ya decía Leo Strauss que la posibilidad misma de hacer filosofía política radica en el intento por discernir “la esencia de lo político”, en observar al ser humano “a la luz de los problemas fundamentales e incambiables” que cruzan a toda época y cultura.
El fenómeno electoral de Donald Trump es una muestra de aquello. Aunque con un hiato entre medio, los dos mandatos del magnate norteamericano muestran que, cada cierto tiempo -y ante amenazas identificables-, las pulsiones por lo comunitario, por un orden capaz de proveer sentido y arraigo, vuelven a aparecer.
Esto es lo que las élites cosmopolitas y tecnócratas no logran entender.
Quien mejor ha articulado esta crítica es Russell Ronald Reno, editor de la revista norteamericana First Things. En su obra El retorno de los dioses fuertes, el autor identifica dos modelos de perfección o virtuosidad, asimilables -en lo macro- a las alternativas políticas que tensionan hoy a occidente. Contrario a la intuición de muchos, la dualidad a la que se refiere Reno no es la de izquierdas y derechas, como si de más o menos mercado se tratase (ya hemos visto que el mismo Donald Trump es difícil de encajar en estas categorías). Se refiere más bien al conflicto entre dos proyectos que surgen a raíz del “consenso de la posguerra.”
El primero -el de los dioses débiles– es reacio a cualquier creencia fuerte sobre la verdad y el bien, pues sólo logra ver en ellas lo que tienen de potencial fascista y autoritario. Es el proyecto de la sociedad abierta de Karl Popper, donde la virtud que manda es la tolerancia, y en la que la política es reducida a los asuntos de la técnica y los bienes materiales. El segundo modelo -el de los dioses fuertes– cruza la historia de la especie humana, pues consiste en la defensa del instinto básico del hombre por construir y preservar su cultura.
La crítica de este proyecto al consenso de la posguerra se resume así: en su obsesión por privatizar todo lo que huela a ideales trascendentes, los tecnócratas y cosmopolitas -los “ciudadanos del mundo”- olvidan que lo individual y lo material comprenden sólo una parte del bien común humano, y que la búsqueda por formar vínculos en torno a la familia, el barrio, la patria, la religión, la cultura -todo aquello que constituye el nosotros– está lejos de ser la causa de los programas totalitarios del siglo XX. Esa búsqueda consiste, más bien, en el despliegue mismo de la naturaleza humana: individual y comunitaria, material y espiritual.
La mentalidad del debilitamiento ha sido adquirida no sólo por las izquierdas, sino también por una buena parte de la centroderecha, Chile incluido. Es cuestión de mirar una nota reciente en el Diario Financiero, donde distintos economistas chilenos pertenecientes a dicho sector aseguraban preferir una victoria de Kamala Harris por razones de tipo comerciales. Si durante el siglo XX hicieron propia la defensa del libre mercado en consonancia con la tradición patria, en el siglo XXI, señala Reno, “la adopción de la desregulación cultural por parte de la centroderecha” es casi absoluta.
Estas élites, por supuesto, “comparten el deseo humano fundamental de proteger a los hijos, asegurar el patrimonio y sostener y transmitir una herencia viva”, pues todo ello es connatural al ser humano. El problema, recuerda Reno, es que mucho de lo que “nuestros conciudadanos más poderosos y capaces hacen en privado está en clara contradicción con lo que defienden porfiadamente en público”, donde insisten en mantenerse neutral frente a la familia, la natalidad, la disminución en los niveles de religiosidad, las terapias afirmativas de cambio de sexo o incluso el choque de culturas propio del fenómeno migratorio.Allí donde el tecnócrata ve mano de obra barata, que no afecta el despliegue de su vida privada, el ciudadano de a pie ve una disrupción en los patrones culturales que le brindan el calor propio del hogar.
Un par de votantes hispanas en Estados Unidos, ante la pregunta de un corresponsal chileno, decían apoyar a Trump porque “defiende la Biblia” y porque “está contra la agenda woke”. De seguro buena parte de la élite tecnócrata -tanto estadounidense como chilena- se reirá de estas razones, sin darse cuenta que es esa misma arrogancia la que los ciega. No logran ver el deseo de identificación y pertenencia que se esconde detrás de dichas afirmaciones, ni tampoco los resabios de su propia intolerancia implícitos en el desprecio al votante que hace valer su opinión por la vía democrática.
José Ignacio Palma, Coordinador Editorial Ideas Republicanas