El profesor de la Universidad Adolfo Ibañez, Daniel Loewe, ha destacado en el último tiempo por su defensa de la eutanasia tanto en columnas de opinión, como en su libro Cómo y cuándo morir (Paidós). Me parece que la posición de Loewe se sustenta en dos grandes líneas argumentativas. La primera bebe de una perspectiva liberal en un sentido comprehensivo o doctrinario: la eutanasia se justificaría como un ejercicio de la libertad de un individuo “propietario” de sí mismo, y por tanto autonomo para disponer sobre la propia vida. Desde este punto de vista, lo que manda es la voluntad, guiada por el “principio de daño”: haz todo lo que quieras en la medida en que tu actuación no genere un daño al ejercicio de la libertad de un tercero.
La segunda es una perspectiva liberal en un sentido supuestamente no comprehensivo (pues en realidad, no hay decisión política que no se sustente en un punto de vista sobre lo bueno). Aquí, más que a un argumento antropocéntrico –en que la vida se entiende susceptible de dominio–, se recurre a la pretensión de neutralidad del Estado respecto a las diversas visiones sobre lo que constituye el bienestar humano. Prohibir la eutanasia, en ese sentido, equivaldría a una actuación parcial, que otorga prioridad a una concepción particular sobre la vida buena por sobre otras
Respecto al primer argumento, Loewe pretende establecer una equivalencia entre la definición del proyecto de realización personal, y la que busca poner fin a la vida propia: “Del mismo modo que elegiré la nave en que navegar y la casa en que habitar, así también la muerte con que salir de la vida.”
A primera vista, le podrá resultar intuitivo al lector cuestionarse si acaso la decisión sobre qué casa comprar o qué ropa utilizar, por dar algunos ejemplos, equivale a decidir sobre cómo y en qué momento morir. Es difícil aceptar que una persona tenga “propiedad” sobre su vida en el mismo sentido en que se es poseedor de un auto o un título universitario. Y es que hay una diferencia esencial: mientras que la “nave en la que se navega” y “la casa que se habita” son el producto de decisiones personales, de cuestiones que se adquieren por medio de méritos o recursos materiales, la vida es un ejemplo evidente de un bien que nos ha sido dado.
Ahora bien, la piedra angular del argumento de Loewe se sustenta, como se ha dicho, en el concepto de autonomía y en el principio de daño. De acuerdo con estos, la legitimidad de la eutanasia depende de dos factores: por un lado, que se trate de una decisión voluntaria, y por el otro, que dicha decisión no implique un daño a un tercero. Cumplidos esos dos requisitos, el Estado no tendría razones para prohibirla. Nos encontramos aquí, sin embargo, ante la clásica piedra de tope de la filosofía ética de corte consecuencialista: ¿Cómo determinamos qué constituye un daño? Pues si matar a una persona deja de ser un daño cuando se cuenta con el consentimiento de esta ¿qué justificaría prohibir la tortura, en caso de que un masoquista voluntariamente la desee? ¿Cómo explicamos la prohibición de la esclavitud, en la hipotética situación donde alguien elige ser esclavo? O incluso ¿cómo prohibirle la eutanasia a una persona que no tiene una enfermedad terminal, si es que voluntariamente así lo prefiere? Tal como ha señalado Javiera Bellolio, en países donde se ha aprobado la eutanasia (como Bélgica y Países Bajos), poco a poco se han ido extendiendo las causales para invocarla, incluyendo enfermedades mentales u otros malestares de carácter no terminal, dada la imposibilidad de justificar su exclusión.
La segunda tesis de Loewe sugiere que la pretensión de neutralidad del Estado respecto a los distintos proyectos de vida, respecto a las grandes doctrinas metafísicas que ofrecen horizonte de sentido a la persona humana, implica ser neutro también en lo que refiere a la ausencia de esos horizontes. “Cuando lo que otorga valor y sentido a la propia vida ya no está disponible”, dice el profesor, “no hay ninguna razón plausible para que la comunidad política le niegue a una persona competente la posibilidad de ponerle fin.”
La pregunta que cae de cajón en este escenario es ¿no será acaso mejor combatir esa ausencia de un propósito en la vida, antes que recurrir a la terrible decisión de acabar con ella? El filósofo Alfredo Cruz Prados, de la Universidad de Navarra, ha respondido a esta pregunta de manera contundente: “El verdadero problema que salta a la luz con la propuesta de la eutanasia, no es la autonomía del individuo para decidir sobre su existencia, sino la incapacidad de una sociedad, de una cultura para proveer de sentido a una vida sufriente.” La eutanasia no solo no resuelve este problema, sino que lo intensifica, pues le permite al Estado tomar la salida rápida y esquivar la pregunta de fondo (“ahorrando”, de pasada, miles de millones de dolares en cuidados paliativos, haciendo de su ejecución un negocio tremendamente lucrativo).
Es precisamente con este tipo de argumentos donde el liberalismo de la neutralidad deja entrever sus falencias, pues si nuestra razón para prohibir la tortura, la esclavitud y otros actos aberrantes –incluso cuando media la voluntad de las partes–, es que hay bienes que son fundamentales para la realización humana, entonces no se entiende que el Estado tome posición y proteja algunos de estos bienes (y por lo tanto, que apueste por una cierta visión del bien humano, por un cierto horizonte de sentido) y excluya otros de manera arbitraria, como es la vida en el caso de la eutanasia.
Quizás convenga retomar el punto planteado por Joseph Ratzinger en su minuto, en el que sugiere balancear los derechos y los ejercicios de la autonomía con una adecuada conversación sobre los límites del hombre. La vida, por supuesto, debe ser el primer límite.
José Ignacio Palma, Coordinador Editorial Ideas Republicanas