Día: 28 Octubre 2024

  • “Cómo y cuándo vivir: sobre la eutanasia y la pérdida de sentido”

    “Cómo y cuándo vivir: sobre la eutanasia y la pérdida de sentido”

    El profesor de la Universidad Adolfo Ibañez, Daniel Loewe, ha destacado en el último tiempo por su defensa de la eutanasia tanto en columnas de opinión, como en su libro Cómo y cuándo morir (Paidós). Me parece que la posición de Loewe se sustenta en dos grandes líneas argumentativas. La primera bebe de una perspectiva liberal en un sentido comprehensivo o doctrinario: la eutanasia se justificaría como un ejercicio de la libertad de un individuo “propietario” de sí mismo, y por tanto autonomo para disponer sobre la propia vida. Desde este punto de vista, lo que manda es la voluntad, guiada por el “principio de daño”: haz todo lo que quieras en la medida en que tu actuación no genere un daño al ejercicio de la libertad de un tercero.

    La segunda es una perspectiva liberal en un sentido supuestamente no comprehensivo (pues en realidad, no hay decisión política que no se sustente en un punto de vista sobre lo bueno). Aquí, más que a un argumento antropocéntrico –en que la vida se entiende susceptible de dominio–, se recurre a la pretensión de neutralidad del Estado respecto a las diversas visiones sobre lo que constituye el bienestar humano. Prohibir la eutanasia, en ese sentido, equivaldría a una actuación parcial, que otorga prioridad a una concepción particular sobre la vida buena por sobre otras

    Respecto al primer argumento, Loewe pretende establecer una equivalencia entre la definición del proyecto de realización personal, y la que busca poner fin a la vida propia: “Del mismo modo que elegiré la nave en que navegar y la casa en que habitar, así también la muerte con que salir de la vida.”

    A primera vista, le podrá resultar intuitivo al lector cuestionarse si acaso la decisión sobre qué casa comprar o qué ropa utilizar, por dar algunos ejemplos, equivale a decidir sobre cómo y en qué momento morir. Es difícil aceptar que una persona tenga “propiedad” sobre su vida en el mismo sentido en que se es poseedor de un auto o un título universitario. Y es que hay una diferencia esencial: mientras que la “nave en la que se navega” y “la casa que se habita” son el producto de decisiones personales, de cuestiones que se adquieren por medio de méritos o recursos materiales, la vida es un ejemplo evidente de un bien que nos ha sido dado.

    Ahora bien, la piedra angular del argumento de Loewe se sustenta, como se ha dicho, en el concepto de autonomía y en el principio de daño. De acuerdo con estos, la legitimidad de la eutanasia depende de dos factores: por un lado, que se trate de una decisión voluntaria, y por el otro, que dicha decisión no implique un daño a un tercero. Cumplidos esos dos requisitos, el Estado no tendría razones para prohibirla. Nos encontramos aquí, sin embargo, ante la clásica piedra de tope de la filosofía ética de corte consecuencialista: ¿Cómo determinamos qué constituye un daño? Pues si matar a una persona deja de ser un daño cuando se cuenta con el consentimiento de esta ¿qué justificaría prohibir la tortura, en caso de que un masoquista voluntariamente la desee? ¿Cómo explicamos la prohibición de la esclavitud, en la hipotética situación donde alguien elige ser esclavo? O incluso ¿cómo prohibirle la eutanasia a una persona que no tiene una enfermedad terminal, si es que voluntariamente así lo prefiere? Tal como ha señalado Javiera Bellolio, en países donde se ha aprobado la eutanasia (como Bélgica y Países Bajos), poco a poco se han ido extendiendo las causales para invocarla, incluyendo enfermedades mentales u otros malestares de carácter no terminal, dada la imposibilidad de justificar su exclusión.

    La segunda tesis de Loewe sugiere que la pretensión de neutralidad del Estado respecto a los distintos proyectos de vida, respecto a las grandes doctrinas metafísicas que ofrecen horizonte de sentido a la persona humana, implica ser neutro también en lo que refiere a la ausencia de esos horizontes. “Cuando lo que otorga valor y sentido a la propia vida ya no está disponible”, dice el profesor, “no hay ninguna razón plausible para que la comunidad política le niegue a una persona competente la posibilidad de ponerle fin.”

    La pregunta que cae de cajón en este escenario es ¿no será acaso mejor combatir esa ausencia de un propósito en la vida, antes que recurrir a la terrible decisión de acabar con ella? El filósofo Alfredo Cruz Prados, de la Universidad de Navarra, ha respondido a esta pregunta de manera contundente: “El verdadero problema que salta a la luz con la propuesta de la eutanasia, no es la autonomía del individuo para decidir sobre su existencia, sino la incapacidad de una sociedad, de una cultura para proveer de sentido a una vida sufriente.” La eutanasia no solo no resuelve este problema, sino que lo intensifica, pues le permite al Estado tomar la salida rápida y esquivar la pregunta de fondo (“ahorrando”, de pasada, miles de millones de dolares en cuidados paliativos, haciendo de su ejecución un negocio tremendamente lucrativo).

    Es precisamente con este tipo de argumentos donde el liberalismo de la neutralidad deja entrever sus falencias, pues si nuestra razón para prohibir la tortura, la esclavitud y otros actos aberrantes –incluso cuando media la voluntad de las partes–, es que hay bienes que son fundamentales para la realización humana, entonces no se entiende que el Estado tome posición y proteja algunos de estos bienes (y por lo tanto, que apueste por una cierta visión del bien humano, por un cierto horizonte de sentido) y excluya otros de manera arbitraria, como es la vida en el caso de la eutanasia.

    Quizás convenga retomar el punto planteado por Joseph Ratzinger en su minuto, en el que sugiere balancear los derechos y los ejercicios de la autonomía con una adecuada conversación sobre los límites del hombre. La vida, por supuesto, debe ser el primer límite.

    José Ignacio Palma, Coordinador Editorial Ideas Republicanas

    Link El Líbero

  • Relato versus Convicciones: el Desafío de la Autenticidad

    Relato versus Convicciones: el Desafío de la Autenticidad

    En la política se ha vuelto común escuchar sobre la importancia del “relato”, aludiendo a la narrativa que construyen los líderes para explicar su visión del mundo, sus decisiones y su propuesta de gobierno. El relato es una estrategia discursiva, una herramienta para ganar adhesiones, movilizar a las masas y estructurar una visión coherente ante la opinión pública.

    A propósito de las consecuencias del octubrismo, así como cuando se habla de seguridad, de combatir el crimen organizado, de apoyar a las policías, de crecimiento, etc., tanto parael Presidente Boric, como para sus cercanos, aparecen las contradicciones entre su actual relato y sus verdaderas convicciones, manifestadas en su momento.

    En la extensa e improvisada “conferencia de prensa” del Presidente Boric, en el contexto del Caso Monsalve, esa creciente dependencia de los relatos plantea una cuestión fundamental: ¿qué ocurre cuando el relato se transforma en un intento de manipulación de la opinión pública, sin respaldo en las convicciones declaradas?

    Los relatos tienen un poder innegable simplificando la complejidad de los hechos. Es una forma de articular un discurso que conecte emocionalmente con la ciudadanía. Los chilenos hemos visto como un buen relato puede cambiar el destino de una campaña electoral, o puede posicionar a un líder como la voz de una generación. Pero, el relato también tiene una cara oscura y es lo que se está viendo en los últimos días desde el Gobierno, cuando se construye como un mero instrumento de persuasión, de construir una versión propia de la realidad, sin contenido real, convirtiéndose en una cortina de humo que oculta la falta de coherencia o, peor aún, de convicciones profundas.

    Las convicciones, en contraste, son el motor moral y ético que debería guiar la acción política, dándole sentido a la toma de decisiones, más allá de lo que pueda ser popular o conveniente en el corto plazo. Actuar desde las convicciones implica una coherencia que va más allá de la comunicación o las encuestas, es comprometerse con una causa, aunque ahora te perjudique.

    Uno de los mayores peligros es la prevalencia de relatos que no están respaldados por convicciones genuinas. Esto genera una política de espejismos, donde los discursos cambian al ritmo de las encuestas o conveniencias electorales, y donde los políticos se ven tentados a decir lo que creen que el electorado quiere escuchar, en lugar de lo que realmente creen o consideran necesario. Esto explica mucho de lo que ha ocurrido en los últimos años, al darle la espalda a lo que se hizo y dijo en el pasado reciente y en estos días cuando las contradicciones quedan en evidencia frente a la ciudadanía.

    Cuando los relatos cambian constantemente, el desencanto se apodera del electorado. Esto puede dar lugar a un ciclo vicioso: se fingen convicciones para construir relatos creíbles, pero al ser descubiertos, la desconfianza alimenta aún más la necesidad de relatos vacíos.

    No se trata de renunciar a la construcción de narrativas, que son esenciales para comunicar ideas y movilizar a la sociedad. Pero el relato debe ser auténtico, debe estar arraigado en principios claros y sólidos. Solo entonces puede convertirse en una herramienta poderosa para el cambio, para la credibilidad y la confianza, en lugar de ser un simple mecanismo de manipulación electoral o de mejorar los niveles de aprobación del gobierno.

    La política necesita más convicciones y menos relatos vacíos. En tiempos de incertidumbre, la ciudadanía busca líderes que actúen desde la integridad y que no tengan miedo de sostener sus principios, aunque sean impopulares o políticamente costosos. Solo así se puede construir una democracia más sana, donde la palabra vuelva a tener el peso que alguna vez tuvo, y donde las promesas no sean meros espejismos sino compromisos reales. Se necesitan relatos que nazcan de las convicciones, y no convicciones moldeadas por relatos de ocasión.